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miércoles, 22 de agosto de 2007

Basile, Schwein es argentino

Hace unas semanas, cuando fuimos con Evan a conocer a su sobrina Luisita, también aprovechamos para ir a la cancha. ¿A ver qué? Nada más y nada menos que un partido de la liga regional de Coronel Suárez. En el prolijito estadio del Parque Felisa I. de Alberdi jugaron el local, Centro Blanco y Negro, contra el Club El Progreso, de la colonia Santa María.

Blanco y Negro es una de las instituciones tradicionales e importantes de Coronel Suárez. El lema que exhibe con orgullo en su escudo -en lugar del más previsible nombre del club- propone toda una filosofía de vida: Arte y Sport. Es uno de los “grandes”, podría decirse, ya que juega el clásico contra el Deportivo Sarmiento, aquel equipo de camiseta verde y roja que hiciera famoso el impagable Sergio Denis en un viejo video clip, en el cual aparece pateando unos tiros en un potrero de ésta, su ciudad natal. Aparentemente, yo soy el único ser vivo con alguna memoria de ese video.

En definitiva, Blanco y Negro es el club al que iba Evan cuando era chica, por eso la idea era ir a hinchar por el equipo, que en ese momento peleaba por entrar al octogonal final por el título Apertura. Ya cuando habíamos ido de visita en el verano, ante mi interés por conseguir la camiseta del equipo, la mamá de Evan se ocupó con mucha gentileza de encargársela alfabricante y regalármela. No es una joya del diseño, pero es sin lugar a dudas la camiseta original. De líneas sobrias y sencillas, no intenta imitar ningún otro modelo de las primeras marcas. Justamente ése es el pecado máximo de las camisetas de marcas menores, locales o genéricas: cualquiera puede comprobar cómo los diseños de la chilena Brooks para su seleccionado han imitado modelos de Umbro y Adidas.


El otro equipo del partido que nos ocupa, El Progreso, representa a uno de los clubes más chicos de la liga, y sus modestas instalaciones no quedan en verdad en Suárez, sino que es propiamente un club “de los rusos”. ¿Qué significa ésto? Bueno, hay que repasar un poco de historia social de la zona.

Pocos años después de que la localidad de Coronel Suárez era fundada en 1882, un grupo de inmigrantes alemanes de la región del Volga llegaba a esta parte del sur de la provincia de Buenos Aires para formar colonias dedicadas a la explotación agropecuaria. Tal como lo hicieran otras colectividades pequeñas en otras partes del país: los galeses en Chubut, los judíos rusos en Entre Ríos y tantos otros. Con los años se fueron nucleando en tres colonias bien diferenciadas, las cuales se ubican respectivamente a cinco, diez y quince kilómetros del centro de la ciudad: la Santa Trinidad (conocida como “la 1”), la San José (“la 2”) y la Santa María (“la 3”). Sus habitantes se definen como alemanes, aunque hablan un dialecto modificado por influencias presumiblemente polacas y rusas. Defienden su identidad con orgullo y empecinamiento, intentan mantener vivas sus tradiciones y cada tanto organizan grandes fiestas en donde la gente disfruta indigestándose con sus sabrosos y pesados platos típicos. Como no podía ser de otra manera, todos en Coronel Suárez los conocen como “los rusos”.

Aunque algunos de ellos pueden trabajar o tener comercios fuera de las propias colonias, en general no están muy integrados al resto de la sociead suarence. No son pocos los habitantes de las colonias que a lo largo de todos estos años han formado familias con gente de Suárez, pero si se mudan a la ciudad no parece que mantengan mucho contacto con su colonia de origen. Al igual que en tantos otros ejemplos en que no se puede determinar si primero fue el huevo o la gallina, no se sabe si los rusos son mal vistos en Suárez porque no quieren salir del gueto, o no salen del gueto porque son mal vistos en la ciudad. Muchos “criollos” se siguen divirtiendo enumerando los apellidos rusos (“Schwab, Schwib, Schwob, Schwub”, suelen decir: como todos sabemos, en el interior el apellido no es un dato menor), imitan la tonada de los rusos hablando castellano y hasta procuran aprenderse algunos insultos en alemán. Por supuesto que todo esto nunca pasa del chismerío y el comentario por lo bajo de cualquier ciudad chica, que nadie salga corriendo a llamar al I.NA.D.I. A ningún suarence de ley se le ocurriría faltar a alguna de aquellas multitudinarias comilonas que se organizan en los clubes de las colonias para atragantarse de comida típica, por ejemplo. Y absolutamente todos los habitantes de la zona le tienen cariño al rescatado Sergio Denis, nacido como Héctor Hoffmann en una de las colonias alemanas.

Volvamos al partido, entonces. Como yo contaba ya con toda la información que hasta aquí he detallado, digamos que el mayor interés para estar presente en aquella gélida y poco soleada tarde de domingo en el estadio del Parque Alberdi era sociológico, digamos. No esperaba demasiado a nivel deportivo, aunque tampoco descartaba una sorpresa. Ya había comenzado a palpitar la fecha desde el día anterior comprando mi ejemplar del diario local El Nuevo Día (http://www.diarionuevodia.com.ar/) por la irrisoria suma de ¡tres pesos! ¡Tres mangos el diario del sábado! Me vieron la cara de porteño, seguro.

El campeonato venía muy peleado. El diario criticaba el flojo nivel del torneo, aunque destacaba el interés que despertaba el hecho de que tan sólo a dos fechas del cierre, la mayoría de los diez equipos en comepetencia en la zona B aún tenían chances matemáticas de acceder a uno de los cuatro lugares disponibles para pelear en el octogonal final con los cuatro mejores de la zona A (en esa otra zona juegan equipos de Pigüé, Puán y otras localidades cercanas). Cualquier similitud con la primera división de la A.F.A. no es coincidencia, desde ya. Hay que destacar también que en el regional de Suárez participan clubes locales llamdos Boca Juniors (paradójicamente, uno de los chicos de la zona), Independiente (el equipo grande de los rusos, “Impendiente” para ellos) y el Racing Club de Carhué, todos con vestimenta idéntica a sus homónimos porteños.

Llegamos con Evan con los equipos a punto de salir al campo de juego. Luego de abonar siete pesos por ambas entradas, comprobamos casi enseguida que habíamos entrado a la tribuna visitante. O mejor dicho, a la no-tribuna: al igual que en canchas del ascenso –por ejemplo, la de Defensores de Belgrano- frente a las plateas locales y al costado del field no hay tribuna alguna, sólo un espacio de unos quince metros de ancho entre el alambrado olímpico y el perimetral del club. Como tampoco hay cabeceras, la improvisada popular para los hinchas visitantes consiste en entrar directamente a esa franja de terreno con sus autos y camionetas. Todo el mundo tiene en Suárez un auto o una camioneta. Circunstancia que se aprovecha para que las señoras y los niños hallen algo de reparo cuando el frío aprieta demasiado, para seguir las alternativas de los otros partidos por la radio, y para sumar el ruido de las bocinas a los gritos de aliento o de gol.

El tema es que estábamos en terreno “enemigo”. Los rusos nos miraban con curiosidad. No sólo era evidente que no éramos de la colonia sino que además estaba claro que ni siquiera éramos de Suárez. Evan ya pasa por una porteña más. Justo en ese momento salió El Progreso a la cancha, y la hinchada explotó. No lo digo con ironía, los rusos estaban exaltadísimos. Serían en total menos de ochenta personas, pero no faltaron los papelitos, los gritos, ¡las bengalas! y las bocinas de los coches. Tampoco los trapos, en alemán algunos, como se puede apreciar en la foto. Como bien me anticipara Evan, casi todos comían semillas de girasol, compulsivamente diría, debido a los nervios del match.

Cuando Blanco y Negro salió a la cancha los rusos reaccionaron con indiferencia. No llegaron a los insultos –no todavía- aunque el clima tenso era patente. Yo noté enseguida que mi camiseta original ya era obsoleta: el modelo actual reemplaza los bastones negros sobre fondo blanco por una franja negra en diagonal. Imaginé que el club hacía como Banfield, que alterna camisetas con bastones y franjas sin ningún criterio conocido, pero ante mi requisitoria Evan respondió que para ella la camiseta con franja negra era una novedad absoluta. Noté incluso con disgusto que el arquero no tenía un buzo de otro diseño y color que lo distinguiera, sino que usaba la que era claramente la camiseta alternativa del equipo, negra con una franja blanca. No me gusta esa costumbre, el arquero no debe usar camiseta de jugador. No lo menosprecio en lo más mínimo, pero por algo el arquero es distinto. Debe entonces usar otra indumentaria.

La camiseta de El Progreso es idéntica a la de Godoy Cruz de Mendoza, finos bastones blancos sobre fondo azul Francia. Tampoco me gustó que los bastones poblaran únicamente el pecho de la prenda, dejando la espalda cubierta sólo por el número. No me gustan los modelos con asimetrías, salvo muy escasas excepciones. Sí se puede destacar el hecho de que los sponsors de ambos equipos eran discretos y no invasivos para los diseños. El de Blanco y Negro era de una empresa de productos para el agro, y una carnicería el de El Progreso. Si bien es una desgracia evidente para la estética la existencia de sponsors en las camisetas (dejo de lado la cuestión de la ética deportiva), es importante en todo caso que el sponsor sea sólo uno, sea el que fuere. Preferentemente, los colores corporativos del sponsor no deberían chocar con los de la camiseta auspiciada, o, en todo caso, deberían adaptarse. Los equipos que pueblan sus prendas con todo tipo de parches infames por sumas seguramente ridículas, convirtiendo a sus insignias en vulgares buzos antiflama de corredor de autos, no tienen ninguna dignidad y deberían ser desafiliados.

La cuestión era que el partido ya había empezado y nosotros no sabíamos cómo huir hacia la tribuna local. Además, quería observar con más detenimiento a los rusos, porque la verdad es que su comportamiento no tenía desperdicio. Se lo tomaban como la final del mundo. Gritaban alentando a los suyos, puteaban al réferi, y no tardaron mucho en burlarse de alguna pifia de los rivales. Lo hacían en castellano y también en ese alemán medio irreconocible. Y no entiendo cómo no se desgarran las mandíbulas de tanto mascar girasol. Un señor muy amable nos miraba medio de reojo algo confundido, y nos ofreció un lugar de privilegio junto al alambrado. Nos excusamos con cortesía y finalmente emprendimos el éxodo.

En la puerta por donde habíamos entrado nos comunicaron que si nuestra intención era llegar a la platea local, debíamos salir del club y dar prácticamente una vuelta manzana para acceder por una entrada de la cual ni Evan tenía noticias. Sólo en ese momento el ¿boletero? nos entregó nuestros tickets. Como no podía ser de otra manera, mientras dábamos toooooda la vuelta se abrió el marcador. Gol de los rusos. Lo gritaron con el alma, arreciaron las bocinas y volaron más papelitos. Uh, todo mal. Menos de diez minutos y ya vamos perdiendo.

Llegamos finalmente donde los locales. Como decía antes, la platea que hace que a esta cancha se la pueda llamar estadio es una construcción sencilla y prolijita, con escalones de cemento y techo de zinc, no muy ancha pero sí bastante alta. En el frente del techo, presidiendo las instalaciones se eleva un cartel de chapa con el nombre del club. Debajo de la tribuna están los vestuarios con su acceso al campo de juego, y en la parte más baja de la tribuna, sobre una tarima de madera, se colocan las cámaras de TV del canal local y los relatores de radio. El ambiente era mucho menos exaltado que del lado de los germano-eslavos, y no sólo por el trámite desfavorable del partido. Muchas familias, socios y deportistas del club. Chicos, adolescentes y jóvenes, algunos con buzos o remeras deportivas representativos de la institución, otros bastante mayores con gorritos de lana de “Blanquinegro”, como le dicen con cariñosa dejadez.

Nos sentamos a ver el partido con algo más de tranquilidad. Las caras de los espectadores eran de preocupación, excepto las de la “barra brava”: un grupo de unos diez chicos de no más de doce años, que agitaban banderas de tamaño considerable y hasta le daban con ganas a un par de bombos. Un comercial de “no a la violencia” podría haber sido, sólo que el vocabulario de los niños era por demás soez. Seguramente aprovechaban para decir en la cancha las barbaridades que los padres les prohiben decir en la casa. (Se nota que estoy viejo, ¿habrá padres que les prohiban decir malas palabras a sus hijos?).

Blanco y Negro atacaba procurando empatar, pero daba la impresión de que El Progreso lo tenía mucho más fácil. Parecía que los tímidos intentos locales no podrían superar la rústica pero segura defensa de los rusos. Noté que varios de los jugadores de Blancoy Negro parecían sacados de un casting de La novicia rebelde, el musical. Después revisé las alineaciones en el diario y noté que había numerosos apellidos alemanes. No sé entonces quiénes eran más rusos. Pero hay que recordar también que esta liga regional es profesional, así que imagino que debe estar lleno de peseteros a los que ya no les importa a quién representan. Aunque sea por el pancho y la coca.

Blanco y Negro dependía demasiado de su enganche, el número 10 argentino clásico: habilidoso, pachorriento, de ribetes metrosexuales, intrascendente y pecho frío. Un rubiecito de pelo crecido. Trataba de desbordar por los costados gambeteando, pero no hacía más que barullo hasta perderla. Jamás intentó una asistencia magistral para algún compañero. Por el lado del Progreso tampoco había mucho más. Se destacaba su columna vertebral: el 2 que la revoleaba, el 5 que corría y pegaba y el 9 que la aguantaba, se peleaba con los centrales rivales y esperaba el error para hacer su negocio. Así vino el segundo gol visitante, a la media hora del primer tiempo, más o menos. Otro estallido del público de la colonia y mucho fastidio entre los locales. Algunos pocos se dejaron ganar por el malhumor y empezaron a responder las cargadas de la tribuna de enfrente con insultos y burlas. Los clásicos e infaltables “equipo chico”, “ganen un campeonato”, “la vuelta no la dan más”. Y el más festejado por la correcta parcialidad albinegra: “aprendan a hablar, animales del Volga”, imaginativo y xenófobo juego de palabras con “alemanes del Volga”. Las risas vinieron bien para distraernos un poco del frío espantoso de la tarde, que empezaba a ganar nuestras humanidades a causa del persistente viento suarence y por el contacto de nuestras porteñas nalgas con el frío cemento tribunero.

Final del primer tiempo, los jugadores al descanso y nosotros a conseguir algún brebaje caliente. Deberíamos haber llevado el termo y el mate. Porque a lo que ofrecían en el puesto ubicado al costado de la tribuna costaba mucho llamarlo “café”. Un pesito, nada más Al menos, tuvieron la precaución de ponerle mucha azúcar, para disimular. El amarronado líquido no duró caliente más de un minuto y medio. La mitad generosa del vaso fue a parar al tacho. Ni para combatir el frío, servía ya. El otro hit del buffet eran los paquetes de semillas de girasol (dos pesitos), con lo cual quedó claro que no es una costumbre ésta exclusiva de las colonias. Mirando con más atención noté que todos los pisos de la tribuna estaban llenos de las cáscaras, especialmente el banco de suplentes local.

El entretiempo nos pareció corto, porque como se respetaron los quince minutos reglamentarios, por comparación con la media hora larga de los partidos de primera pareció un parpadeo. Los equipos otra vez a la cancha y enseguida a jugar. Esta vez no subimos a la tribuna, nos quedamos paraditos contra el alambrado, justo detrás del banco. Un par de jugadores golpeados debieron ser reemplazados. Se quedaron viendo el partido a un costado, sacándose botines, canilleras, vendas y medias para exhibir unas extremidades hinchadas y doloridas. El DT les ordenó abrigarse, pero no le prestaron la menor atención. Se quedaron tirados ahí, sobreactuando un poco su frustración. Todos en el banco le reclamaban al árbitro, aunque no con demasiada vehemencia. Sé por experiencia en torneos de oficina que los pobres réferis siempre se llevan la peor parte, no importa cuán ridículo sea lo que esté en juego. Siempre son los culpables de todo. En este caso, el colegiado se animó a sacar una roja directa a un defensor de Blanco y Negro, lo cual hundió definitivamente toda esperanza de alcanzar una igualdad.

No había mucho más que ver. Faltaba poco para el final del match, y ya estaba casi todo dicho. Los chicos no tenían muchas más fuerzas para darle a los bombos, mientras que los de la colonia festejaban con locura, seguros de la victoria. Emprendimos la retirada a nuestro cálido albergue, seguros de encontrar un mate siempre listo, rico y caliente. Bueno, no tan caliente. Mientras nos íbamos alcanzamos a escuchar los festejos de otro gol, seguramente el tercero de los rusos, como para que su fiesta fuera completa. No importaba, el resultado era lo de menos. El nivel de juego no superó nunca el que se puede encontrar quizás en la liga bancaria, pero eso tampoco era lo relevante. El verdadero objetivo estaba cumplido. Había ido a la cancha para ver en vivo al glorioso Blanco y Negro, multicampeón de Coronel Suárez. Puro fútbol. Los de primera son todos caretas. O todos putos.

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