Por diversos motivos que no vienen al caso, las vacaciones las armamos a las apuradas, en algún huequito encontrado entre las fiestas de Navidad y Año Nuevo. Ya habíamos decidido que viajaríamos a Brasil. Después de unas vacaciones cómodas y económicas en Monte Hermoso en 2007, Evan me lanzó el ultimatum: ponete las pilas y pelá los billetes, que yo quiero ir a playas de verdad. Y la posibilidad más a mano es Brasil. Evan es muy fan de Brasil.
No me parecía nada mal, después de todo. Allá por el ´94 había tenido una desconcertante experiencia en el carnaval de Salvador, viajando con amigos. Ya era hora de reivindicarme con la nueva potencia emergente (¿imperial?)* de Sudamérica y disfrutar de sus bondades universalmente reconocidas.
Pero puse una condición: además de la playa, quiero una ciudad. No soy tan apasionado por la vida de playa como para pagar un avión. Porque para ir en bondi a la zona de Santa Catarina (la sucursal brasileña de Mar del Plata) me quedo en casa. O sea, hay que ir más lejos y hay que ir en avión. Ya estoy grande para las grandes travesías terrestres. Y si hay que poner los billetes, quiero que el viaje valga la pena de verdad, quiero conocer una ciudad que haga la diferencia, le quiero tomar el pulso, aunque sea un ratito. Quiero edificios, historia, comercio, gente trabajando, cines, teatros, transporte público, quilombo. Museos no, ya ví demasiados. Quiero camisetas de fútbol y, por qué no, centros comerciales que me calmen la libido consumista. Las opciones eran obvias. A San Pablo la imaginamos como un manicomio peor que Buenos Aires, por donde estará bueno darse una vuelta, quizás en otra oportunidad. Entonces vamos a Río de Janeiro. Dónde más. Y la playa cercana sería Búzios. Qué otra.
Así que en un par de días sacamos los pasajes por Gol -buscando las tarifas más baratas posibles, con un poco de suspenso porque Internet no hace magia y hubo que recurrir al teléfono- y el alojamiento y los traslados a través de una agencia. Casi sin tener tiempo de pensarlo demasiado, de averiguar por datos útiles o de ponernos ansiosos, ya estábamos viajando. Confiábamos en nuestra experiencia en recorridos urbanos y creíamos que tres días serían suficientes para conocer el Río básico. Casi no alcanzaron, pero estábamos muy palmados y necesitábamos descanso. Y en Río no hay forma de descansar.
Casi no pensamos en la cuestión meteorológica. Dimos por descontado que en Brasil hay sol y calor casi todo el tiempo. Así fue en Salvador, así fue en todos los lugares de Brasil a los que Evan fue por laburo o vacaciones. Pero resultó ser que Río de Janeiro nos recibió con llovizna, bruma, mucha humedad y nada de calor. Era domingo a la tarde y las cosas se presentaban distintas a como las había imaginado. Porque más allá de las postales de rigor (Cristo Redentor, carnaval en el sambódromo, Pan de Azúcar, playas de Copacabana e Ipanema) en verdad no tenía la menor idea de cómo sería Río. La crónica de viaje más larga y detallada que había leído sobre la ciudad la escribió el gran Domingo F. Sarmiento, de paso en su largo viaje hacia Europa. En 1847. Necesitaba un update con urgencia.
Ya el aeropuerto me resultó bastante particular. Grande y compacto, sin mayores contratiempos para manejarse allí dentro. Daba la impresión de haber sido concebido con la última tendencia en diseño, pero en 1965 y sin actualizaciones recientes. Parecía una escenografía de Atrápame si puedes. Me encantaron todos los carteles con esas fichitas que van cayendo. Sería muy fácil remodelarlo ahora, con el auge de lo retro quedaría casi igual.
Ubicamos rápidamente a quien nos trasladaría en auto hasta el hotel. El tipo era muy amable, acostumbrado al trato con turistas. Había sido comisario de a bordo, dijo. No habló hasta que nosotros no le preguntamos nada, lindo detalle. A medida que nos acercábamos a la ciudad –el trayecto habrá durado media hora, como mucho: era domingo- nos iba indicando algunos puntos de referencia importantes. La información indispensable, sin atorarnos. Siguiendo la línea de la costa, desde una serpenteante autopista vimos el puerto (enorme), la ciudad universitaria (mezcla de su similar porteña con el penal de Caseros, diez veces más grande y aterradora), el sambódromo, el Centro, algunos edificios importantes. El día feo no ayudaba, pero lo primero que veía no me gustaba mucho. Luego seguía la bahía de Flamengo y la de Botafogo, para luego internarnos en Copacabana y llegar a nuestro hotel, ubicado en Leme, un tranquilo rinconcito que queda entre el famoso barrio lindero y un morro no demasiado alto.
Muy rápido me di cuenta de un par de cosas, muy evidentes. El aeropuerto no era ninguna excepción: todo el centro de Río y sus barrios más famosos parecen haberse (re)construido todos juntos, en los años ´60. Casi todos los edificios tienen el mismo estilo. Mi amigo arquitecto dice que se llama racionalismo. Una onda Teatro San Martín, todo muy cuadradito, con mucho vidrio, marcos y aberturas de aluminio. La mayoría muy bien conservados, por otra parte. Y unos cuantos también denotaban mucha categoría.
Le pregunté al chofer si había habido un boom de la construcción que había levantado todos los edificios de golpe. Me dijo que sí, que en los años 60 todo el mundo quería vivir en Copacabana, y que se habían demolido muchas casonas tradicionales de familias portuguesas para aprovechar el espacio. Traté de imaginarme el escenario de cientos de obras en construcción simultáneas en un espacio no tan extenso. Debe haber sido enloquecedor, porque no sólo Copacabana tiene los edificios en ese estilo, también los otros barrios céntricos son mayormente así. Agreguemos además que en Río no se desperdicia un centímetro cuadrado de superficie. Hasta el borde mismo de los morros, o encima de ellos, lo que no es edificio es favela. Si exceptuamos los grandes parques (el Botánico, el Jardín de Alá, los que están cerca de la costa en las bahías), no se ven muchas plazas que corten las filas de edificios. No me esperaba para nada algo así.
El chofer no habló mucho de inseguridad, sólo lo indispensable. No pudo evitar mencionar que, por distraído, él mismo había sido robado, pero en Buenos Aires. Obviamente, ofreció sus servicios de tours y recorridos privados por la ciudad. En algún momento pensamos en aceptar, seguramente algo cansados por el viaje: el tipo parecía confiable y prometía ahorrarnos unos cuantos esfuerzos. Los costos oscilaban entre los 100 y los 200 reales por persona. Al día siguiente, más descansados, descartamos totalmente la opción. Había que agarrar el mapa, caminar y tomar el bondi. Como corresponde.
Llegamos al hotel, todo muy lindo, habitación grande y cómoda. Acomodamos apenas la valija y ya estábamos listos. A la calle, inmediatamente. Empezamos a caminar por la famosa vereda de Copacabana, entre la anchísima playa y las no menos anchas avenidas. Ya no llovía y anochecía, lentamente. Las nubes eran irrelevantes. Unos cuantos domingueros aprovechaban el último rato del fin de semana. Pescando, paseando, corriendo, tomando algo en los bolichitos ubicados en la vereda. De esos kioskos los había de toda clase, bastante modestos y también franquicias como TGI Friday y McDonald´s. Otros eran casi restaurantes hechos y derechos, y mirando las listas de precios ya nos íbamos dando cuenta de con qué deberíamos lidiar.
Yo estaba obsesionado con la cuestión edilicia. La línea de edificios frente a la playa podía compararse con la de Avenida del Libertador, digamos, pero el estilo es otro. Hay también algunos edificios más nuevos, se nota en la mezcla de estilos. No sé si los arquitectos me autorizarán la etiqueta “pastiche neoclásico”. Y también quedan algunos pocos imponentes palacios art decó y art noveau. El más emblemático es el famoso hotel Copacabana Palace, una construcción realemente hermosa. Parece que ha sido elegido varias veces como el mejor hotel del mundo por la prensa especializada. Nada menos.
Comimos algo liviano en uno de esos bolichitos, como para ver qué onda. Seguimos caminando por la playa y empezamos a volver hacia el hotel, metiéndonos ocasionalmente en alguna calle paralela, a ver qué había. Tampoco queríamos perdernos, habíamos salido así nomás y allá las manzanas cuadradas no son lo más común. Ya se iba haciendo tarde, por otra parte, y queríamos estar listos para el día siguiente.
Me estaba empezando a entusiasmar. Río ya había comenzado a revertir las primeras impresiones desfavorables y prometía deslumbrarnos al otro día. A descansar, entonces.
* Si están decididos a ser un imperio de verdad, yo no tengo ningún problema, los sigo a cualquier lado. Traten de agregarle un poco más de igualdad social, el resto está bárbaro. Y déjennos ganar una Copa América o un Mundial, cada tanto.
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