Seguramente el hecho de que yo tuviera tan sólo 19 años pueda servir como atenuante, pero de todos modos fue uno de los peores errores musicales de mi vida. Era fines de diciembre de 1992, y de todos los recitales importantes con que se suele cerrar cada año había dos que se destacaban claramente, marcando al mismo tiempo dos tendencias muy diferentes. Por un lado Seru Giran se presentaba en la cancha de River para cerrar con toda pompa una corta e incomprensible gira por algunos grandes estadios del país, con el flojísimo nuevo disco Seru ´92 como único pretexto para un regreso más que controvertido. Y por el otro estaba Soda Stereo, que acababa de lanzar al mercado la obra más audaz de toda su carrera, el extraordinario Dynamo. Un disco inspirado claramente (algunos dirán que excesivamente) en el sonido de grupos casi desconocidos en Argentina como My Bloody Valentine o Sonic Youth, que internacionalmente venían marcando desde hacía algunos años las tendencias de la típica corriente sónica de los ´90. Una mezcla de guitarras saturadas y distorsionadas hasta el feedback con las buenas melodías pop de siempre. Desde la aparición de Sumo en los ´80 que el rock argentino no experimentaba un shock de modernización tan fuerte, y fue más destacable aún porque fue llevado adelante por un grupo que estaba en su momento de máxima aceptación masiva, no sólo en Argentina sino en toda Latinoamérica. Después de llenar estadios en todo el continente Soda Stereo se “empequeñecía” al presentarse en Obras, animándose a llevar como teloneros a otros grupos modernos que por entonces apenas si comenzaban su carrera, como Juana la Loca o Babasónicos.
En estos días de principios de 2006 la dicotomía de elegir entre los monstruosos shows de los Rolling Stones y U2 o el más pequeño pero imprescindible recital de Franz Ferdinand es bastante más sencilla de resolver gracias a la experiencia adquirida en todos estos años de aprendizaje constante del rock y el pop verdaderamente relevantes de cada época. Pero en 1992 mi ingenuidad me jugó una mala pasada, y fue así que terminé yendo a River a ver a Seru Giran, mientras que Soda Stereo se la jugaba en Obras para unos cuantos menos (y no vendría mal aclarar que los típicos fans de Soda le hicieron la cruz al grupo a partir de ese disco; hasta la gira de despedida de las “gracias totales” no volvieron a aparecer, lo cual se explica también por lo que veremos más adelante). Y aún cuando por aquellos años el trío de Cerati no me desagradaba para nada, hasta me animé a esbozar una sonrisita de irónica aprobación cuando en más de una ocasión, entre un tema y otro el público de Seru se animaba a cantar “es para Soda que lo mira por TV”. Por supuesto, azuzados por un Charly García que ya comenzaba su vertiginoso descenso de la categoría de músico talentoso a la de payaso insoportable, y mientras el correctísimo Pedro Aznar (uf) aclaraba culposo que a él sí le encantaba Soda Stereo.
De mi error me percaté recién algunos años después, cuando gracias a la ayuda de algún amigo, de unas buenas revistas (extranjeras en su mayoría) y de mi propio criterio empecé a comprender mejor todo el panorama y la historia del rock. Una tarea nada sencilla, por otra parte, que al día de hoy aún dista de estar concluida. Pero siempre intenté reflexionar a qué se obedeció aquel error que no puede ser atribuido únicamente a mi juventud, ya que actualmente miles de personas jóvenes y viejas lo siguen cometiendo, tal como las masivas convocatorias de los Stones y U2 lo demuestran. Me fui dando cuenta entonces de que desde hace muchísimos años existe lo que podríamos denominar el mito de la permanencia de la banda de rock, no sólo acá en la Argentina sino en todos los lugares del mundo en donde el rock tiene una difusión importante. No me voy a poner en pose de sociólogo o psicólogo social y pretender analizar las causas de este fenómeno con explicaciones del tipo de “necesidad de construcción de una identidad o pertenencia social”, o algo por el estilo. Definitivamente no. Que cada uno se haga cargo de su parte. Prefiero limitarme a señalar entonces las manifestaciones más evidentes (e irritantes) de este error de valoración (porque en definitiva no se trata de otra cosa más que de eso) que tiene por consecuencia más indeseable el hecho de ayudar a perpetuar el estatismo y el conservadurismo de las industrias culturales. Lo cual no sería tan dramático en un país medianamente normal, pero sí se vuelve particularmente complejo en una sociedad proclive a construir con mucha liviandad todo tipo de mitificaciones que, casi sin que se pueda saber muy bien cómo ni por qué, un buen día se convierten en la excusa perfecta para una tragedia de proporciones.
Pero en definitiva, ¿de qué estamos hablando cuando digo “mito de la permanencia”? Creo que sería más fácil recurrir a otro ejemplo. Uno bien extremo, por cierto: se trata de Pink Floyd. Banda idolatrada por legiones de fanáticos en todo el mundo, el típico grupo al que se le debe guardar respeto. El hecho de que al rock se lo deba respetar (¿?) es justamente parte esencial del mito de la permanencia y una invención propiciada por discos tan serios y bienintencionados como Dark Side of the Moon, o Wish You Were Here. Resueltos a cometer un sacrilegio, no por nada los Scissor Sisters eligieron una canción como "Comfortably Numb" para hacer ese delicioso cover en clave música disco (recordar a los Pet Shop Boys versionando "Where the Streets Have No Name" de U2, parece que los putos tienen más sentido del humor).
En fin, casi nadie dudaría en cuestionar la mera existencia del grupo Pink Floyd, de una entidad denominada Pink Floyd, más allá de los cambios de formación, de las peleas o de las reuniones ocasionales, como la última en Londres para el Live 8 (¡ay, los festivales benéficos!). Pero repasemos un poco sus últimas producciones discográficas, un criterio de validación cada vez más cuestionado, pero el único todavía más o menos creíble. ¿Qué hizo Pink Floyd en los últimos 25 años? Veamos: The Final Cut en 1982, A Momentary Lapse of Reason en 1987, The Delicate Sound of Thunder en 1988, The Division Bell en 1994, Pulse en 1995, más una edición de The Wall en vivo originalmente grabada en 1979. En el medio de todo esto, un box-set recopilatorio y quizás alguna que otra delicadeza (del tipo “reedición aniversario de…”) que ahora no recuerdo. En definitiva, sólo tres discos de estudio entre 1980 y 2005, los demás son sólo refritos en vivo. Los tres de mediocres para abajo, además.
Podría decirse entonces que hay un momento en la historia de ciertas bandas a partir del cual y por motivos de muy variado tenor se produce un cambio drástico en las expectativas que giran en torno a ellas. Si en general los parámetros que distinguen y vuelven relevante a cualquier grupo de música (como a cualquier otro producto del mercado, cultural o no) son la cantidad, calidad y novedad de música que produce y ejecuta -más allá de los múltiples criterios de evaluación de esos parámetros- a partir de este quiebre que señalamos lo relevante pasa a ser únicamente la existencia misma del grupo a lo largo de los años. Existencia que, como en el caso de Pink Floyd, podría ser apenas una presunción, pero que el devoto da por descontada. El grupo pasa a ser un puro concepto escondido detrás del nombre que se ha convenido en que lo denomina, y ya no se trata de pedirle música –la razón de ser de un grupo de rock o de cualquier género- sino de que simplemente prolongue su entidad, quizás con algún regreso ocasional cada tantos (muchos) años. No importa ya entonces qué es lo que hagan Pink Floyd, los Stones o, en menor medida, U2. Sólo importa que permanezcan en el tiempo, que prolonguen la validez de ese concepto al que se suele recurrir con motivos diversos. Circularmente, esa validez se renueva con el simple hecho de permanecer en ese limbo que proporciona la no oficialización de la separación de facto de un grupo. Y este concepto, esta idea que se forja acerca de una banda y que se superpone con la banda misma puede resultar dudosa para cualquier espectador que se coloque en una posición neutral pero es incuestionable para sus usuarios. Tampoco importa que sea de una vaguedad tal que resulta difícil de precisar. Porque, ¿cuál es finalmente ese famoso concepto? Podría ser la seriedad o la calidad musical para el caso de Pink Floyd, porque quienes dicen gustar de esa banda no suelen tolerar fácilmente las excentricidades o las arbitrariedades de la estética pop, aunque encuentran fascinante el vuelo de un chancho de goma relleno de luces. Podría ser la defensa heroica de las buenas causas en el caso de U2, aunque ese heroísmo sea totalmente simbólico (Bono es el primero en saberlo) y se exprese por medio de canciones cada vez más previsibles y apolilladas. Si pensamos en los Stones, el concepto que les otorga identidad ya es indescifrable, quizás reducido a un ícono (la lengua), una apariencia (flequillo, ropa, etc.) o una pose (alguna clase de vaga rebeldía, I can´t get no satisfaction. ¿Seguro que no? Se trata justamente de conseguir la mayor satisfacción posible con el menor compromiso).
Sabemos obviamente que la apreciación de la música que producen (o dejan de producir) estos grupos, como en cualquier otro caso es siempre el resultado de un trabajo intelectual subjetivo mejor o peor fundamentado, y esa misma apreciación está sujeta a todo tipo de mediaciones. Pero cuando ese ejercicio intelectual se reduce a su más mínima expresión, entonces, ¿qué clase de público consumidor de música es el que se siente atraído por estas bandas que basan su accionar en el mito de la permanencia? ¿Qué tienen en común todas esas personas de extracción social tan diferente que pagan una entrada carísima o bien se resuelven a entrar como fuere a un recital de los Stones? Son hombres y mujeres comunes, con mayor o menor poder económico, de toda clase de nivel educativo e inteligencia, de las más variadas ocupaciones. Simplemente que la música no les interesa. Aunque ellos crean que sí. Pero no les importa mucho, definitivamente no. ¿Por qué esto es así, cómo se puede estar tan seguro? Porque esas personas son simplemente incapaces de fundamentar con un mínimo de solidez sus preferencias.
Mientras el grupo del cual se declaran adeptos se mantiene en hibernación ni siquiera les resulta necesario escuchar algún registro de su música. En todo caso, si se lo toman con algo de seriedad, se pone algún CD viejo cuando la ocasión lo amerita, o se escucha la radio en la que seguro van a pasar por enésima vez algún hit de esos que ya sabemos. Se puede demostrar cierta euforia si el DJ del boliche se porta como el de la radio. Incluso un poster o una remera pueden ayudar, especialmente si se consiguieron fuera del país. Hasta que, como en estos días, llega el momento de la nueva gira y el intrascendente nuevo disco (como aquel Seru ´92), la maquinaria empieza a funcionar y la concurrencia al próximo estadio se vuelve un imperativo ineludible. El fanatismo vuelve a aflorar como un virus que estaba latente, a la espera del momento favorable. Ahora bien, en esta clase de eventos en vivo, a lo que el público le presta la menor atención es a la música. Porque no se fue a escuchar nada sino que se fue a cumplir con una obligación, que cualquiera que haya ido a un par de recitales sabe que está perfectamente codificada: saltos, palmas, encendedores, banderas, etc. Y por eso seguramente esta clase de shows necesita de un despliegue escénico tan espectacular, porque quizás ni los propios miembros de los grupos le tienen una confianza absoluta al funcionamiento del mito. Pero creo que se equivocan, deberían dormir tranquilos. Los Stones podrían venir con luces blancas por toda escenografía y llenarían diez canchas de River, sin duda. Quizás sea que, al fin y al cabo, se sientan obligados a brindarles algo llamativo a los ojos de los espectadores, como justificativo para una entrada tan cara. De todas maneras, la parafernalia visual es redundante, a los Stones se los va a ver porque… son los Stones. Y lo mismo sucede con cualquier otra banda asentada en el mito de la permanencia.
Posiblemente, que la acusación última que le hacemos al público complaciente enamorado del mito de la permanencia sea su falta de interés por la música en sí, como puro fenómeno artístico, a más de uno podrá resultarle intrascendente. Podríamos ser tildados quizás de diletantes, de falsos entendidos en cuestiones finalmente inservibles. Puede ser, no sería difícil argumentar en favor de esa posición, y la cuestión en sí misma es muy compleja. De fondo siempre sobrevuelan las eternas discusiones acerca del arte y su pertinencia, del arte y las industrias culturales, del arte y las nuevas tecnologías, especialmente de la autonomía del arte. Sin embargo, tampoco sería conveniente subestimar las consecuencias concretas para la vida social que resultan de las mitificaciones constantes en relación con los productos de las industrias culturales. Los episodios de violencia registrados cerca de la cancha de River antes de los recitales de los Stones no deberían considerarse menores. Especialmente en el marco de una sociedad inmadura y paranoica que parece solazarse con las manifestaciones autodestructivas de sus individuos o comunidades, que parece encontrar en la agresión verbal o física la única manera de resolver sus conflictos, que desconfía profundamente de las razones del otro y sólo sabe formalizar la expresión de sus necesidades mediante el enfrentamiento y el comportamiento autoritario o extorsivo. Una sociedad infantil que no asume sus responsabilidades y todavía parece no haber comprendido –ni está dispuesta a hacerlo- que otra mitificación atribuida a un producto de la industria musical (el llamado “aguante”), por supuesto que en combinación con otros fenómenos complejos que forman el imaginario social, fue la causa principal de una tragedia en la que murieron casi doscientas personas.
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jueves, 2 de marzo de 2006
Los grupos de rock y el mito de la permanencia
Publicadas por Arte y Sport a las 5:50 p. m.
Etiquetas: dinosaurios, mitos, música, rock
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