Un blog sobre camisetas de fútbol. Historia, diseño, marcas, novedades, curiosidades, rarezas. Arte y Sport.

martes, 25 de abril de 2006

Se fue el BAFICI


Se sabe, nadie puede estar en todos lados, y por eso mi presencia en el festival de este año fue casi testimonial: apenas un total de cuatro películas. Está claro que una grilla de programación así de apretada es la única forma de poder presentar tamaña cantidad de películas. Ningún festival del mundo, por muy importante que sea, puede durar un mes para que todo el mundo pueda ver todas las películas. El cine parece no ser tan rentable como un mundial de fútbol, al fin de cuentas.

Pero lo malo del festival es que uno se desespera por ver todo lo bueno, muy bueno e imperdible que hay para ver cada año, rarezas o experimentos muy difíciles de ver en salas comerciales, que a lo sumo y con mucha suerte alguien se animará a programar en el Malba o la Sala Lugones del San Martín. Y el público lo tiene muy en claro, porque responde llenando todas y cada una de las funciones, ya sea en el Abasto o en las demás salas periféricas. Pero claro, si bien el festival tiene muchos adeptos, también sabemos que es un evento para algunas minorías: críticos de cine, estudiantes y directores jóvenes, algunos empresarios o distribuidores independientes, chicos bohemios y alternativos por demás, estudiantes y turistas extranjeros (de presencia cada vez más notoria). Con todo esto no alcanza para que el festival resulte no más importante, que ya lo es, sino más cómodo. Más y mejores salas, más repeticiones de las mejores películas, mejores facilidades para asistir a los eventos. Me da la impresión de que la distribución de las salas no es la apropiada, que la mayor cantidad de proyecciones se centralice en un lugar es acertado, pero que ese lugar sea el Abasto no lo es en absoluto. No hay forma de evitar sentir que ese lugar es hostil, todo el evento del festival parece un injerto contra natura. En medio de la vorágine por conseguir entradas o no perderse la última proyección de esa joya que jamás volveremos a ver, falta algo más de tiempo para el disfrute. O para la reflexión, para la polémica, incluso para socializar, para compartir otras cosas con los demás espectadores y los organizadores.

A medida que escribo estas líneas me parece que se vuelven irrelevantes, cualquier evento cultural de cierta envergadura, como también la Feria del Libro, por ejemplo, sufre de los mismos males de gigantismo y aceleración desmedida. De hecho, a la Feria ya no voy más, más allá incluso de todo lo que ese evento significó en mi historia personal. Mejor comprar los libros en la librería y leer tranquilo en casa, porque, después de todo, ¿para qué mierda quiero que Hanif Kureishi me firme un libro?

La última película que vi del festival fue Election, del coreano Johnny To. Otra de mafiosos, un género que ya se ha vuelto definitivamente universal. Y tiene lo que tienen todas las del género: luchas por el control de la organización, violencia, humor absurdo, alguien que se queda con todo después de terribles luchas. Los espectadores occidentales todavía solemos denominar “independiente” a este tipo de películas, pero dudo de que en sus países de origen realmente lo sean. Están realizadas con presupuestos generosos, actores famosos y todo lo que el espectador de cine más comercial espera encontrar para su tranquilidad, en cualquiera de los dos hemisferios. Por supuesto que hay un cine oriental experimental, diferente (muy diferente), y ese cine también lo he visto en el festival, pero está claro que un film como Election es del más puro mainstream. Sigue siendo una experiencia desafiante, de todos modos, porque todavía cuesta acostumbrarse al muy peculiar sentido del humor oriental, a la entonación de esos idiomas irreconocibles, que puede parecer muchas veces desconcertante, a esa extraña manera de alternar cierta ingenuidad casi pueril con explosiones de violencia o perversión difíciles de digerir. Hay toda una serie de barreras culturales, en definitiva, que van más allá de tal o cual película o director, y que se interponen como un desafío adicional a lo específicamente cinematográfico. Podríamos también considerarlas como una invitación a comenzar a entender algo de esas complejas y fascinantes sociedades del Lejano Oriente. Aprovechemos ahora que la invitación es amigable, me da la impresión de que pronto seremos testigos de una verdadera invasión de las industrias culturales orientales, y no únicamente de aparatitos electrónicos.

miércoles, 19 de abril de 2006

Hermosa...


La foto de la otra entrada quedó muy chiquita, así que ahí va otra vez.

martes, 18 de abril de 2006

Cuando la publicidad impone estas caras de imbéciles


¿Alguien podría adivinar qué se supone que quieren vender los que publicaron este engendro?¿Medicina prepaga, tarjetas de crédito, universidades privadas, AFJP´s? ¿Venden algo con este tipo de estética tan de Hallmark Channel para jóvenes? ¿Por qué esas caras, esas sonrisas, qué significan esas posiciones? ¿Es porque no pudimos presenciar la orgía que comenzó inmediatamente después de la sesión fotográfica?

¿Realmente creen que el público, o al menos el segmento de público al cual se dirigen desearía tener esa apariencia, esa ropa, mostrarse con esa actitud de alegría artificial? ¿O no es tan artificial, después de todo? Si ellos son los grosos, entonces deben tener razón. ¿O no será todo un gran, enorme, gigantesco malentendido?

lunes, 17 de abril de 2006

BAFICI bizarro


Todavía tengo pendiente completar la nota sobre Daniel Burman, pero empezó el BAFICI, y durante el fin de semana no pude evitar la tentación de ver algunas películas, aún sin estar muy al tanto de la grilla de este año.

Por eso al sábado a la noche terminé viendo un descarte del Hoyts a las 0:45, la única que no estaba agotada. Se llamaba Double Dare, un documental norteamericano sobre dobles de riesgo, en este caso dos mujeres, la experimentada y la debutante. Nada demasiado llamativo, mientras lo veía trataba de convencerme de que la historia era interesante, que revelaba un costado poco conocido de la industria del cine, que la breve aparición de Quentin Tarantino valía por toda la película. Pero en verdad el conjunto resultaba demasiado convencional, poco arriesgado, hasta indulgente. Parecía uno de esos realities de la MTV o de VH1 que tanto fastidio me causan (¿no eran canales de música, esos dos?) y que tardo una fracción de segundo en pasar de largo con el zapping.

Para el domingo fui mejor preparado, había tenido tiempo de consultar la grilla de programación con más detenimiento. Así fue que después del ensayo de Familia Costa me dirigí al Atlas Recoleta, un reducto apartado en medio de la parafernalia turística y familiar ABC1. Una sala que ahora llamaríamos vintage por su estilo setentoso tardío (esa onda recargada de revestimientos acolchados y de tonalidades coloradas oscuras, que parecía funcionar igual de bien en boliches, cines, restaurantes y telos), pero que no es otra cosa que lo que quedó de la decadencia general de los cines tradicionales. Sobrevive como el hermano menor del América, a fuerza de eventos especiales como el festival, en general de mucha menor escala que éste. Más allá de su condición, al Atlas Recoleta lo asocio siempre con buenas películas, casi siempre muy alternativas. Como antecedente más inmediato, de esa misma sala había salido unos cuantos meses antes, excitado como un nene después de ver la increíble Kung-fusión, en una noche tan fría como la de ayer.

Decidí hacer una seguidilla de dos películas consecutivas, con una apurada pausa para comerme una hamburguesa en el local de al lado, entre una y otra función. La primera fue Screaming Masterpiece, también un documental, pero bien diferente al anterior. Este trataba sobre la escena musical islandesa, la cual se hizo famosa mundialmente con los trabajos de Björk y Sigúr Ros. La realización era mucho más ambiciosa desde el punto de vista formal, y los largos pasajes musicales contribuían a reforzar, quizás excesivamente, ese sentimiento de majestuosidad que buscaban transmitir las abundantes tomas panorámicas de los paisajes de Islandia. Es evidente que la música de ese país posee características muy propias y definidas, ya sea en sus variantes más tradicionales o en su fusión con otros géneros como el rock, el pop o la electrónica. Se puede entender también que la obra de Björk no es un caso de genialidad aislada venida de aquellos confines polares, sino que es la parte más visible de todo un movimiento estético que parte de premisas incluso políticas. Pero en términos estrictamente cinematográficos la película no puede evitar caer en la monotonía. El director se esmera en transmitir toda la delicada y a la vez primitiva belleza de esas voces y esas instrumentaciones casi vanguardistas que parece ser la constante de la música islandesa. También se ocupa de presentar a una gran cantidad de artistas, intentando abarcar a todas las edades, géneros y niveles de difusión previa: no parece faltar nadie, si es cierto que en Islandia viven apenas 300.000 personas. Pero todo este cuidado no puede impedir que la narración cargue con el peso de una solemnidad por momentos exasperante. Pareciera que el director se tomara a los músicos demasiado en serio, mucho más que ellos mismos incluso. Nadie sonríe, nadie parece divertirse ni disfrutar la música de otro modo que no sea en medio de un éxtasis místico. Todas las declaraciones de los protagonistas son emitidas en un tono como de ceremonia religiosa, y también hay que decir que no todos tienen mucho de interesante para contar. Y esta solemnidad tan contraproducente llama mucho la atención, porque muy a su pesar la película deja entrever que los islandeses son en verdad unos jodones de aquellos. No me cabe la menor duda de que sólamente con un sentido del humor por demás especial puede un grupo de seres humanos vivir de manera tan armoniosa en un lugar tan inhóspito como Islandia.

Únicamente la entrevista a Björk le aporta algo de claridad teórica a todo el asunto, parece ser ella la que mejor entiende o la que mejor sabe explicar la historia y la inesperada proyección de la música de su país. Justamente ella, la súper estrella pop (cuya música se vuelve más y más compleja a medida que pasan los años y los discos, pese a su éxito comercial o quizás justamente a causa de él). Es un placer además ver algunas imágenes de sus grupos anteriores, como por ejemplo los muy ingenuos, sofisticados y divertidos Sugarcubes, a quienes se les agradece el toque de ligereza que le falta a la película. Y también reconforta comprobar que en la actualidad Björk sigue tan linda como siempre.

Y la segunda ¿película? resultó ser todo lo lunática que prometía, pero muchísimo más escatológica, morbosa y políticamente incorrecta. Su título, The Aristocrats, proviene de un chiste viejo y no muy gracioso que circula desde hace décadas entre los actores del vodevil norteamericano. Es justamente una típica pieza que ilustra muy bien el estilo del humor yanqui, ese que, a la distancia, a muchos les resulta incomprensible. Básicamente sería algo así:

Un matrimonio de actores se presenta ante un agente teatral para ofrecerle un número nuevo, nunca visto.
-¿En qué consiste?-, pregunta el agente.
- Mi esposa y yo entramos al escenario- contesta el actor-, y luego de bailar un numerito musical, nos ponemos a cagar en un balde. Después volcamos el contenido en el piso y nos revolcamos en la mierda hasta quedar por completo cubiertos. Saludamos y nos retiramos.
- Es lo más espantoso que escuché en mi vida, ¿cómo se llama este acto?
- “Los aristócratas”.


A partir de este chiste tan sencillo, que oscila entre lo absurdo y lo escatológico casi con ingenuidad, la película se construye mediante el montaje frenético de breves fragmentos de entrevistas a varios de los cómicos más famosos de los EE.UU en la actualidad. Aunque no conozcamos todos los nombres, seguramente los vimos en las series de Sony, o en películas, o en programas como Saturday Night Live, o shows como los de Leno, Letterman o Carson. Por si no quedó claro, ninguno es un artista del under, aunque quizás provenga de allí. Y no parece faltar casi nadie, sólo Seinfeld y Jim Carrey. Pero están Paul Reiser (Mad about you), Jason Alexander (el George de Seinfeld), Drew Carey, Whoopie Goldberg, Rob Schneider, ¡Carrie Fisher!, Kevin Nealon, Trey Parker y Matt Stone (los realizadores de South Park), y muchos más que ahora no recuerdo. Otros son escritores de revistas humorísticas, o productores de cine o TV, en algunos casos, verdaderas leyendas de la comedia.

Está claro que durante las entrevistas los cómicos dialogan con los realizadores, pero en la edición final queda mayormente lo que declaran los actores, como si fuera una variante todavía más informal de sus rutinas stand-up. Y lo que la edición de los fragmentos va intercalando a un ritmo tremendo es, en resumidas cuentas, primero la versión “básica” que cada cómico conoce del chiste, y luego cómo cada uno de ellos lo va modificando para darle su toque personal, casi siempre expandiéndolo hasta hacerlo durar varios minutos, agregándole toda clase de variantes y hasta cambiando o invirtiendo el sencillo remate. Algunos hasta se atreven a teorizar o incluso historizar acerca del chiste y sus sucesivas modificaciones. También se cuentan las anécdotas de quienes presenciaron las versiones más legendarias del relato de este chiste.

Pero el detalle fundamental es que todos esos agregados son una acumulación infinita de escatología, pornografía, incesto, racismo, sexismo, xenofobia y todo aquello que pueda considerarse como políticamente incorrecto. Se trata de convertir al inocente balde de mierda del chiste original en una montaña de lo peor que pueda imaginar un ser humano. Todos, absolutamente todos y cada uno de esos cómicos, muy aptos para todo público por lo general, que suelen aparecer en series y películas familiares, se dedican a relatar bellezas del estilo:

Entonces entran al escenario mi hija de diez años y mi hijo de ocho. Empiezan a coger entre ellos, hasta que me caliento tanto que agarro del culo al nene y le meto en el orto mi pija llena de mierda, mientras por la otra punta del escenario también entra mi abuelo con un burro, al cual mi mujer le empieza a chupar la pija hasta que de la acabada del burro mi mujer queda tuerta, lo cual no le impide a mi abuelo empezar a cogérsela él por el culo, mientras mi nena de diez le chupa los huevos a mi abuelo y el burro le chupa la concha a mi mujer.

O si no:

También tenemos un bebé de apenas unos meses, al cual intento volver a meter en la concha de mi mujer, pero sólo consigo meterle la cabeza, así que también le meto a mi mujer mi pija en la concha así el bebé me la puede chupar desde adentro. Mientras tanto, unos miembros del KKK se dedican a ahorcar a varios negros, y un nazi disfrazado de Hitler prende fuego a mi hermano judío, situación que es aprovechada por un grupo de hispanos para robarnos las billeteras.

O también:

Mi hijo de quince años tiene la pija tan grande que al penetrarme hace que me revienten las hemorroides, por eso cuando la saca mi recto se despedaza y se vuelca ardiendo por todo el escenario, y los nódulos más chicos son del tamaño de una pelota de tenis. Mi hija menor los agarra del piso y se los come como manzanas.

O la versión “invertida”, a cargo de una simpatiquísima y joven actriz:

- En su antiguo palacio de las afueras la familia disfruta de una exquisita cena, servidos por el mayordomo y varias mucamas. Todos conversan con amabilidad, amor y respeto, los chicos se portan bien, piden permiso para hablar y manejan los cubiertos a la perfección. Deciden comer el delicioso postre en la sala de juegos, mientras el padre disfruta de un excelente cognac y un puro junto al fuego de la chimenea.
- Ajá, bien, ¿cómo se llama el acto?
- “La familia de putos remachados y chupapijas” (traducción libre de “the cocksucking motherfuckers”).



Y hay más, mucho más. Está la versión de los dibujitos de South Park, la versión de acróbatas con fuego, hasta la versión de un mimo, que hace toda la mímica de violar a un bebé para el espanto de los ocasionales peatones. Algunos de los cómicos le cuentan incluso el chiste a sus propios nenitos de menos de un año, rubiecitos y tiernos como cualquier otro bebé, y los nenes reponden a las barbaridades del padre con risitas e interjecciones. Después de toda esta interminable serie de atrocidades más explícitas que el peor de los materiales del más perverso de los sex-shops, el remate es siempre el mismo: “se llama Los aristócratas”. Delirante, imposible de creer, revulsivo, salí del cine con amagos de arcadas. Pero nadie podía parar de reírse.

Cuando algunos de los actores hablaban de mezclar en el relato del chiste a las víctimas del 11-S toda esta locura empezaba a tener un sentido más político. Muchos de los cómicos son neoyorquinos, de la larga tradición humorística judía que se remonta a los Hermanos Marx, pasa por Woody Allen y llega hasta la fama planetaria del mismo Jerry Seinfeld, y vivieron el clima de consternación patriótica posterior al atentado como una maldición. No solo en cuanto al recorte de sus posibilidades laborales, sino también como un avance represivo del Estado sobre la libertad de los ciudadanos. En la exageración alucinada de este chiste tan tonto hay entonces una voluntad de oponerse a la ideología autoritaria y militarista republicana, y además, muy especialmente, una catarsis más que evidente. Sobre todo cuando vemos las imágenes de uno de los actores más desaforados, quien en medio de un show privado para gente muy exclusiva patrocinado por Hugo Hefner con la intención de recaudar fondos para las víctimas de las torres, ante la dificultad aparentemente insalvable de conseguir que el público se relajara un poco y se riera sin culpas, decidió arremeter con una versión desatada y memorable del chiste de los aristócratas. El resultado: todo el mundo revolcándose en sus asientos de la risa, necesitaban un shock de ese calibre para soltar tanta mierda atragantada.

Esta es una de esas películas que realmente hacen honor al espíritu del festival. Está hecha en EE.UU., con un montón de gente famosa, pero es una rareza absoluta, una creación que lleva al espectador al límite de su tolerancia y de su entendimiento, un poquito de luz para las regiones más oscuras de los ciudadanos de Occidente. Un desafío conceptual disfrazado de la peor de las groserías.

lunes, 10 de abril de 2006

Unos momentos de felicidad: dos películas de Burman (intro)


No es algo de lo que pueda opinar a fondo, pero desde hace un par de temporadas es una experiencia muy frustrante ver ficción televisiva argentina. Están las tiras diarias: gritos, histeria, trazo grueso, recursos argumentales muy pobres, repetición, previsibilidad, crispación, ninguna sutileza, todo hablado y explicado como si además de idiotas los espectadores fueran ciegos. El costumbrismo del año 2000, que algún guionista culposo justificará inscribiéndolo en la tradición del sainete criollo, estableció a la gente del barrio y a las clases altas como los estereotipos sociales a caricaturizar, mientras que las clases medias quedaron para los unitarios: los productos “serios”, “de calidad”. Pero el nivel no mejora. Truculencia, violencia gratuita, sobreactuaciones, pulsos, labios y cabezas que tiemblan y se menean descontroladas. Toda la ficción televisiva no hace sino duplicar lo que se vio momentos antes en los noticieros, la frontera entre realidad y ficción es cada vez más tenue.

¿Quedará todavía alguna posibilidad de sentir felicidad por un rato frente al televisor? No la felicidad histérica y arrebatada del gol del equipo propio, casi la única alegría de millones de personas. Tampoco esa que proviene de disfrutar del padecimiento o la ridiculez del prójimo en la cámara oculta, o ese sentimiento de viveza compartida que nos quieren generar los presentadores bananas, esos que desparraman con sonrisa ladeada su cínico descreimiento de todo, menos de sus anunciantes. Me refiero más precisamente a una felicidad más serena, esa que nos reconcilia con nosotros mismos y con los demás, que muy a nuestro pesar nos deja sellada una sonrisa estúpida, la cual sin embargo proviene no de nuestro sentimentalismo (otro mal de la TV) sino de apreciar toda la inteligencia y la sensibilidad de un realizador y su equipo plasmada en un producto audiovisual. Un entusiasmo reposado, un sentimiento reconfortante, que puede no estar relacionado con el hecho de poder identificarse o sentir empatía por los personajes. Pudo pasar hace algunos años con Okupas, un milagro que parecía venir de Marte. Una rarísima ocasión en la cual los mejores recursos formales y técnicos se pusieron con un máximo de coherencia al servicio de una historia distinta a todo, que pese a su temática sórdida supo entregar muchos momentos inolvidables, de genuina alegría. Pero después de eso, incluso si accedemos a considerar como ficción al delirio y la extravagancia inteligente de Todo por dos pesos, ¿pasó algo más en la tele nacional que nos haga sentir mejor por un rato? No, hubo que pagar el cable y ver a los ingleses de The Office, o a las chicas neoyorquinas de and the City. Algún momento inspirado de Saturday Night Live, y las eternas repeticiones de Seinfeld.

Para sentirse feliz viendo una ficción nacional en estos años hubo que ir al cine a ver las películas de Burman. Al menos las dos últimas, El abrazo partido y Derecho de familia.

CONTINUARÁ